A mis diecidoce

El mundo parecía demasiado grande para mi. Entonces me sentía insignificante y realmente creía que más allá de los límites del parque de la esquina no había más que otra colonia y después otra, y después otra y así hasta que terminaba todo lo que en mi imaginación cabía.

Entonces la distancia no era más que lo que yo podía andar en mi bici y muchas veces, en domingo, exploraba las fronteras de los límites de donde tenía permiso para ir. No buscaba más aventura que poder regresar a salvo y contar lo que vi, las cosas que viví y la incredulidad de los que no daban crédito a las sirenas que del otro lado de la avenida me saludaban, o los cien monstruos que derrotaba a velocidad pura de pedaleo o la vez que navegué en mares inundados de lodo citadino.

Hoy las distancias no son insalvables y lo único que pesa son mis pasos, cada vez más y cada vez más cortos. Parece que no voy hacia ningún lugar y a la distancia me veo caminando en círculos, como perdido en un lugar donde no quisiera ser encontrado. Viviendo de oquis. Procurando levantar la frente siempre aunque sea pura pose, para que luego no digan que por ahí va una persona triste. Y hoy, más que nunca, no había estado tan lejos de mi.